viernes, 2 de agosto de 2013

Tiempos de Crisis



Tiempos de crisis
Macarena Barrile



¿Es posible encontrar una lógica común de comportamiento en la respuesta a la Crisis de 1929 por parte de las naciones latinoamericanas? Si la respuesta es afirmativa, será posible entonces encontrar similitudes en ellas a la hora de reestructurar sus economías y sus sistemas políticos. Desde luego, nos enfrentaremos a la necesidad de encontrar un vínculo entre estas respuestas y el surgimiento del populismo en América Latina. La teoría del discurso nos ofrece las herramientas necesarias para comprender, en sus términos, cómo el populismo fue convirtiéndose en un significante vacío capaz de abarcar todas las demandas de la sociedad y articularlas en torno a un mismo discurso; cómo, este fenómeno político y social propio de América Latina articuló su discurso, logrando así la hegemonía; en nuestro caso, para comprender y explicar la Crisis del 1929 y las posibilidades de acción frente a ella.

Posicionémonos. Ahondando si más no sea brevemente en cuestiones epistemológicas, afirmamos que el ser de las cosas es una construcción social, lo cual no es directamente proporcional a negar la existencia de las cosas, sino que éstas se construyen socialmente cuando son nominadas. En la línea de la teoría del discurso se considera que la identidad de todo evento es diferencial y relacional, y que de este modo encuentra sentido. En otras palabras, la identidad o significado de las cosas no es independiente de la totalidad, pero ésta está basada en una radical exclusión que la imposibilita y la permite al mismo tiempo. Aún más concreto, el objeto es en tanto que no es. Por lo tanto, la identidad nunca es definitiva, está dislocada, permanentemente cuestionada y de este modo, toda identidad, por definición, es fallida. Es aquí cuando introducimos una visión, si se quiere, radical de la contingencia. Ésta no es mera historicidad sino que tiene un estatus ontológico: siempre las cosas pudieron ser de otro modo. Por lo tanto siempre es precaria la fijación de sentido. Todo acto de fijación es un acto político; es político porque se han excluido otras posibilidades. Si hay exclusión, hay poder, y si hay poder, hay política. Continuando, y en estos términos, toda identificación de sentido se da políticamente, no por esto cayendo en un relativismo. Explayémonos. Afirmar que la identificación pudo haber sido de otra forma, no implica avalar que pudo haber sido de cualquier otra forma, ya que existe cierta estructura de base en la cual se da esta identificación. Avancemos un poco más para aclarar que la dislocación nunca es completa, la novedad nunca es completamente nueva, al encontrarse limitada por el contexto. Estos límites no son a priori, sino que son empíricos: en la política no hay límites, pero se construye sobre un contexto, no sobre un vacío. Por lo tanto, el contexto es empírico, no discursivo. Quizás de forma más aprehensible, leemos: “[…] al término discurso, lo usamos para subrayar el hecho de que toda configuración social es una configuración significativa. […] El objeto es […] sólo en la medida en que él establece un sistema de relaciones con otros objetos, y estas relaciones no están dadas por la mera referencia material de los objetos sino que son, por el contrario, socialmente construidas. Este conjunto sistemático de relaciones es lo que llamamos discurso. […] toda identidad u objeto discursivo se constituye en el contexto de una acción.” (LACLAU, E. Y MOUFFE S. 1999)

Ahora bien, ¿cuál era ese contexto en el que aparece la dislocación (crisis de 1929), que quiebra la hegemonía imperante (o termina de hacerlo) y que da lugar a una nueva no tan nueva articulación en torno a otro discurso? Responder esta pregunta implica hacer una caracterización política, económica y social de la realidad de ese momento; una caracterización del régimen oligárquico imperante en Latinoamérica, sus ideas y prácticas económicas y la composición social. Así las cosas, empecemos por este último. En los años de la Primera Guerra Mundial, la Gran Depresión post crisis del 1929 y la Segunda Guerra Mundial, encontramos procesos y situaciones similares en América Latina. Dos fenómenos marcaron esta época: la urbanización y la masiva inmigración. El primero acompañado de un crecimiento demográfico debido al incremento del sector de servicios, del incipiente desarrollo industrial y de las mencionadas migraciones, que entre sus consecuencias no se evidenció una mejora en los niveles de vida de los habitantes. Ese crecimiento urbano fue desordenado y esos nuevos habitantes, sobre todo los sectores más pobres de la población, vivieron en malas condiciones. (DEL POZO, J. 2002)

Si nos introducimos en el entramado social de la época podemos observar que cada sector fue sufriendo modificaciones al interior y en lo que respecta a su propia configuración. Las elites latinoamericanas vieron sumarse a sus filas a los representantes del los sectores bancario e industrial; una gran parte de este último provino de los nuevos inmigrantes cuyos países estaban caracterizados por este tipo de actividad. Los nuevos empresarios fueron constituyéndose en actores sociales, que como veremos, podían ejercer (y de hecho lo hicieron) presiones políticas. Por otra parte, el aumento en el sector de servicios públicos trajo como consecuencia el crecimiento del peso de un actor social hasta entonces relegado como fue la clase media; y el canal por excelencia que permitió este fortalecimiento fue la educación. De todos modos, no implica esto considerar que los niveles de vida de la clase media eran mucho mejor que la de los obreros, sólo los diferenciaba un cierto status social mayor manifestado en la mentalidad y en la presencia, debido esto al mencionado aumento de la educación, el no desempeño de tareas manuales y una legislación (precaria) que presuponía que la clase media tenía “más derecho” a vivir en mejores condiciones. Fue en esta época cuando el sector medio de la población fue adquiriendo mayor participación política, en un proceso que podríamos denominar renovación de los partidos y de las ideas, marcado por una fuerte tendencia antioligárquica. Esta tendencia no se traducía en la erradicación del poder de la oligarquía sino más bien en una demanda por compartir ese poder. En este contexto surgieron los primeros partidos políticos representantes de la clase media y en muchísimo menor medida, de sectores obreros. Podemos contextualizar en estos tiempos, si se quiere, el surgimiento de la clase obrera. Los obreros asalariados fueron constituyéndose en clase en la medida que aumentaba el desarrollo industrial y también minero, sin olvidar ciertas actividades agrícolas. Pero su constitución como actor social no fue paralela a la mejora en los niveles de vida, y esto como consecuencia de la ausencia casi total de leyes sociales, o en el peor y más común de los casos, el incumplimiento de las escasas existentes. (DEL POZO, J. 2002)

En materia económica, y en resumidas cuentas, el período anterior a la crisis del 1929, podemos hablar de un progresivo aumento de las tendencias capitalistas en las economías latinoamericanas cuyo rasgo preponderante fue un intento de desarrollo basado en el comercio exterior; lo que se denominó “desarrollo hacia afuera”. Este proceso estuvo acompañado, sin embargo, del control mayoritario de la riqueza en manos de una minoría, sostenidas desigualdades en el ingreso y, casi lógicamente, una excesiva dependencia de la demanda exterior. De este modo, si bien mientras el comercio internacional se mantuvo activo los países latinoamericanos tuvieron mayores ingresos, gran parte de las exportaciones dependían de un solo producto; sumando a esto la negación de las elites gobernantes a aumentar la recaudación de impuestos locales financiando así los gastos de gobierno casi exclusivamente con los réditos de derecho de aduana provenientes de la exportación y la importación. Esta administración colocó a los gobiernos latinoamericanos en situaciones fiscales precarias: “cualquier trastorno en los precios y en el volumen de las exportaciones traía consigo un desequilibro brusco en su presupuesto, además de afectar al conjunto de la economía”. (DEL POZO, J. 2002 p71).

Si nos referimos estrictamente a las cuestiones políticas, debemos tener en cuenta todos los cambios mencionados hasta ahora: el surgimiento de nuevos sectores sociales, cierta diversificación de la economía aunque dependiente, la urbanización y nuevas ideas tanto políticas como sociales, que plantearon el escenario propicio para la aparición de tendencias que pretendían trascender el esquema de la vida política oligárquica. (DEL POZO, J. 2002) Y quizás, como intentaremos demostrar, la crisis del 1929 y las respuestas (o silencios) de esa forma de gobierno, les dio la oportunidad de presentarse reclamando el poder y, porque no, ejerciéndolo. 

En síntesis, el espacio socio-económico-político de los años anteriores a la crisis mundial de 1929 estuvieron marcados por una diversificación social caracterizada por la emergencia de la clase obrera y de la clase media como actores sociales; fenómeno que la oligarquía enfrentó más por la fuerza que con una política de integración. Por otra parte, el modelo económico basado en la exportación y en la entrada masiva de capitales alcanzó su agotamiento, y éste no fue acompañado por un intento de diversificación de la economía desde los gobiernos latinoamericanos. Los problemas que mantenían a la sociedad dividida por brechas como la pobreza y el status social continuaron sin ser resueltos. (DEL POZO, J. 2002) La crisis vino a sumarse a este proceso de desgaste de la hegemonía de la oligarquía, cuando ésta no pudo o no quiso dar respuesta a las demandas de todos los frentes y tampoco reivindicarse como única intérprete capaz de resolver esta crisis y la configuración de la “nueva” realidad.

Explicado ya ese escenario, continuemos en nuestro intento por comprender cuál fue el discurso que hegemonizó la interpretación y porqué esto pudo haber sido así. “[…] El análisis del discurso no implica que todo es discursivo o lingüístico, sino que para que las cosas sean inteligibles deben existir como parte de discursos particulares” (BARROS S. 2002 p20). Aquí introducimos el concepto de hegemonía. Según la definición de Laclau E. y Mouffe S., la hegemonía es una “relación de tipo político” que es dominada por la noción de articulación. Esto plantea dos consecuencias; en primera instancia, implica afirmar que las identidades se constituyen en relación con “otro” (cuestión que ya hemos desarrollado) y por otra parte también se infiere que un elemento de la relación puede funcionar como “la superficie de acción” de otras demandas sociales. En este punto, Barros nos deja claro que la transformación en el elemento articulatorio implica una lucha política, y que el hecho de que una posición tenga éxito significa que otras fallan. Para concluir la primera parte del planteo, el autor merece ser citado: “[…] la lógica de la hegemonía es la lógica de la política: es el momento en que una multiplicidad de demandas actúan recíprocamente esforzándose por dar sentido a cierta situación, e intentan imponer su lectura de la situación como el principio de lectura que trabajará como horizonte de inteligibilidad.” (BARROS S. 2002 p22)

Continuemos. De lo mencionado supra, podemos derivar que una posición o demanda social particular puede ser analizada desde dos lógicas: la de su contenido propio y la de su capacidad potencial de transformarse en un espacio de representación para otras demandas. Afirmamos que la efectividad de la demanda particular está directamente relacionada con la segunda de las lógicas descriptas. En el proceso de constituirse como espacio de representación va perdiendo, poco a poco, su contenido hasta estar más y más vacía: es el vacío el cual le permite representar a otras demandas. “Cuando una de estas posiciones particulares que interactúan se transforma en “el horizonte ilimitado” de inscripción de otras demandas, se vuelve un “imaginario”. Este es el caso de una práctica hegemónica”. (BARROS, S. 2002 p23)

Pero ¿por qué surge una demanda social particular que busca constituirse en un espacio de representación de otras? De la necesidad de dar respuesta e interpretación al cambio de una situación. Cuando esto es así, podemos hablar de una dislocación del orden establecido, y la aparición de diferentes propuestas para trascender el momento “dislocatorio”, refiere a lo necesario de constituir una forma de representación distinta. De esta forma, una dislocación aparece como la oportunidad de crear una “nueva posibilidad política”. En este punto, resulta importante aclarar que la dislocación es de carácter ambiguo: al mismo tiempo que pone en cuestión a las identidades establecidas, brinda la oportunidad de libremente construir nuevas (no tan nuevas). Que las identidades se encuentren en un momento dislocatorio, pone de manifiesto la necesidad de nuevas formas de identificación que brinden coherencia. Recordemos que el éxito o no de una cierta posición guiando la institución del nuevo discurso depende de su eficacia para dar un mejor sentido a las identidades dislocadas. Por otra parte, estas afirmaciones permiten derivar en una más que establece que este nuevo orden, por así decirlo, nunca es completamente nuevo, sino que se contextualiza en una determinada situación en la cual hay una relativa estructuración de base. (BARROS S. 2002)

Definido ya ese contexto de inscripción de la crisis de 1929 tanto en su aspecto político, económico como social, y habiendo también profundizado acerca del modo de articulación de demandas y concreción de hegemonía, planteémonos ahora cual fue esa nueva no tan novedosa demanda articulatoria que, convirtiéndose en un significante vacío, logró hegemonizar la interpretación. Si la pérdida de significación del modelo agroexportador, el incipiente auge de la industria, los procesos migratorios que derivaron en una masiva migración y ésta, en gran parte, en marginalidad, y la aparición de nuevos actores sociales; esa nueva forma que se configura y aparece para interpretar y articular fue el populismo. 

Reflexionemos así acerca de la siguiente hipótesis: “el populismo, desde el punto de vista económico, plantea una suerte de armonía supuesta entre capital y trabajo, y representa así una trasposición parcial de poder de las oligarquías a una alianza de clases sociales, por lo general urbana, que incluye la burguesía industrial, la clase media y el proletariado industrial. […] El surgimiento del populismo está ligado a las crisis económicas y políticas del capitalismo mundial, como la primera guerra, la depresión de 1929 y la segunda guerra. En este sentido, el populismo es una respuesta a las crisis del sistema capitalista mundial que conlleva también a una crisis de las oligarquías latinoamericanas. Las oligarquías dominantes son desplazadas a través de procesos populistas de su posición hegemónica.” (LIVSZYC, P. 2003 p4) Atendiendo a lo mencionado y reflexionando en nuestros términos aclaramos, en primer lugar, que no fueron las oligarquías como tales las que desaparecieron ya que el populismo, como veremos, no renegó de las clases altas ni de aquellos poseedores del capital, sino que superó a las mismas en términos de eficacia de discurso; no se elimino a la oligarquía, sino a su discurso. Las instituciones no cambian, la propiedad sobre los medios de producción son los mismos, lo que cambia es el discurso. Si esto es así, se torna conveniente conocer primeros cuáles eran las características del populismo, como movimiento y como forma de gobierno, o de Estado, si se quiere, para luego introducirnos en el intento de comprender cómo fue el proceso articulatorio en el que convirtió su discurso en hegemónico.

Es de gran relevancia aclarar que nuestra intención no es caer en el simplismo de considerar que el fenómeno populista fue el mismo en toda América Latina. Reconociendo las particularidades de cada caso nacional, nuestro objetivo es acudir a la historia para averiguar si es posible o no encontrar una lógica común entre este fenómeno y el anterior, la crisis de 1929. Así las cosas, caractericémoslo. Siguiendo a José del Pozo, decimos que los regímenes populistas tuvieron como características clave las siguientes: “identificación estrecha con un líder carismático, un discurso abiertamente antioligárquico, acompañado de un cierto nacionalismo, un programa de desarrollo industrial, una movilización de masas y políticas favorables a los sectores más postergados.” Sin olvidar, por supuesto, la frase del autor que le sigue a esta caracterización: “Era, en suma, un caudillismo adaptado a la sociedad de masas” (DEL POZO, J. p141). Profundicemos entonces estos rasgos distintivos. El carácter personalista del fenómeno populista se denota en un tipo de liderazgo basado en el encuentro entre un jefe y un pueblo (SIDICARO, R. 2002), con un vínculo que podríamos denominar paternalista. Sus representantes tomaban la industrialización como fenómeno de desarrollo y progreso, diferenciándolo de este modo del “retraso” del modelo primario. En estos términos podemos asumir que el objetivo económico del populismo era el desarrollo “nacional popular”, considerando a la industrialización como única vía para concretarlo, y la intervención estatal en tanto el Estado como principal actor económico, quien debía guiar ese proceso. Más concretamente el proyecto económico que se planteó fue el de industrialización y sustitución de importaciones.

Dediquemos un apartado especial a lo que denominaremos (junto a la gran mayoría de los autores que han pensado el populismo) la “alianza de clases”. Los sectores sociales que tuvieron algún “protagónico” en el fenómeno populista fueron específicamente tres: una burguesía industrial liderando (no ligada al campo), la clase media que continuaba reclamando participación política y un proletariado en continua expansión que fueron tomando conciencia de su importancia y peso en tanto actor social. Los representantes del populismo surgen, aunque parezca paradójico, de una parte de las elites. La elite populista, entonces, no era lo novedoso, sino su estilo de hacer política. Ahora bien, ¿cómo es que el populismo funciona si, liderado por una elite burguesa industrial, acrecienta y politiza a la clase proletaria? Dando un paso más ¿cómo es que efectivamente concilia las condiciones de trabajo y el conflicto aparentemente inherente a ellas? La fórmula, justamente, yace en la alianza de clases. El conflicto aparece amortiguado por la presencia estatal con gigantescas estructuras también estatales para controlarlo. El Estado se constituye en árbitro que garantiza las condiciones demandadas por la burguesía industrial (capital) y que al mismo tiempo genera espacios de representación política para las demandas de los obreros organizados en sindicatos (trabajo). Es de real importancia aclarar que la presencia y el protagonismo que el Estado populista les dio a las masas obreras en América Latina no significó libre vía para movimientos revolucionarios provenientes de éstas, ya que se embarcó en el proceso de satisfacción de las necesidades de este sector (sin por eso perjudicar a la burguesía industrial) justamente con el objetivo de evitarlos. Y allí radica la esencia del populismo: un Estado personificado en el líder que resuelve las demandas de todos erradicando el conflicto.

Esa tradicional lucha capital-trabajo al interior de las puertas del Estado se traslada y traspasa a la lucha de la “nación” contra el imperialismo. La alianza de clases se traduce en el principio de armonía social por encima de toda ideología, siendo el Estado quien representa a todos. No estamos planteando por esto que la sociedad de clases que está de base desaparece, sino que incluso permanece. El Estado la mitiga para trasladar el conflicto al exterior y constituir así esa paz social que tanto busca. Esa es la lógica del nuevo no tan nuevo discurso. El populismo se encarga de presentarse como único conciliador del conflicto, capaz de responder a todas las demandas, articulándolas en torno a si mismo y a la idea y concepto de “pueblo”. Al trasladar el conflicto lo que efectivamente logra es construir nuevas identidades: el pueblo y el antipueblo. 

Es en ese carácter personalista del poder con un líder carismático y personalista que neutraliza no solo el conflicto sino también la necesidad de un cuerpo doctrinario. Esta característica es justamente lo que explica que en muchos casos los regimenes populistas no hayan sido específicamente republicanos, ya que en numerosas ocasiones superaron las barreras institucionales. Es aquí donde observamos cómo el populismo se explica por la lógica discursiva: convierte al “imperialismo” en ese exterior constitutivo que posibilita al pueblo, en tanto que no es imperialismo. Una identidad, precaria si, pero hegemónica al fin. 

Se vuelve importante destacar aquí que el populismo con toda su novedad no tiene un carácter revolucionario. Esto es así, porque si bien articula las demandas de la sociedad de forma distinta, rompiendo la hegemonía oligárquica, no se distancia de la lógica capitalista. Podríamos decir incluso, que el populismo es una fase más del capitalismo, y por ende, no revolucionario o más aún conservador. Corrobora esta idea el fuerte pragmatismo que caracterizó al populismo en el poder: articular las demandas y constituir las identidades en torno de sí mismo implicó hacerlo distanciándose del exterior constitutivo del imperialismo, causante de la crisis y cuyos defensores en el poder no habían podido resolverla; pero su proyecto se basó en poder hacer una mejor lectura de cómo era que se manejaba el mundo y cuál era la clave para desarrollarse en él, no constituir un nuevo sistema revolucionando el presente. La hegemonía del populismo es de interpretación del verdadero discurso hegemón: el capitalismo. La posibilidad de defender posturas tan antagónicas presentándose como único árbitro se la dio el haberse convertido en un significante vacío capaz de articular esas demandas. 

Así las cosas, nos encontramos en posición de poder corroborar nuestra hipótesis. Efectivamente existió en América Latina una lógica de comportamiento común frente a la crisis de 1929. Ésta puso de manifiesto, en tanto momento dislocatorio, la ya desgastada hegemonía oligárquica, y dio la oportunidad a la aparición de una nueva lógica que pareció poder afrontar el desafío: el populismo como forma de gobierno. Un Estado abarcador que respondía a todas las demandas, que estaba personificado en ese líder paternalista y carismático, que se presentó como única posibilidad de salida de la crisis y que trasladaba el conflicto que eso implicaba al imperialismo, como ese exterior constitutivo que le permitía definir la identidad al interior. Finalmente, es de relevancia radical aclarar que el hecho de que la historia se haya sucedido así no implica necesariamente que debió haber sido de este modo de forma excluyente. La contingencia de la hegemonía, como vimos, implica reconocer lo discursivo de las construcciones sociales. Pero los discursos se inscriben siempre en un contexto no en el vacío, y ese contexto resulto ser el apropiado tal como fue descripto para el surgimiento del populismo. Efectivamente, la historia pudo haber sucedido de otro modo, pero no de cualquier modo.


Bibliografía
BARROS, S. (2002) Orden, democracia y estabilidad: discurso y política en la Argentina entre 1976 y 1991. Córdoba: Alción Editora
DEL POZO, J. (2002) Historia de América Latina 1825-2001.  Santiago de  Chile: Editorial LOM
LACLAU E. y MOUFFE C. (1999) Nuevas reflexiones sobre la revolución de nuestro tiempo. Buenos Aires: Nueva Visión
LIVSZYC, P. (2003) El populismo  de la Revista Ciencias Sociales, Dirección de Publicaciones, Facultad de Ciencias Sociales, UBA, 51
SIDICARO, R. (2002) Las raíces del presente, ideas y anclajes políticos en el siglo XX. Buenos Aires: Fundación OSDE

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